TEXTO DEL PREGÓN
¡Agredeños y agredeñas! ¡Buenas noches, aún con luz!
Gracias al Ayuntamiento por invitarme a ser pregonero de las Fiestas de la Virgen de los Milagros. Es un honor que acepto con emoción y también un poco de vértigo.
Confieso que cuando me lo propusieron, me asaltó una duda: ¿Qué puede decir un profesor de Física y Química, ahora también escritor a tiempo parcial, con un DNI que dice “nacido en Zaragoza”, que no hayan dicho ya estas calles, este Moncayo que guarda nuestros sueños, o esa Virgen de los Milagros que en realidad no los hace..., sino que los teje?
Para responder, cito al nuevo papa León XIV que dijo:
“Uno no es de donde nace, sino de donde entrega el alma”.
Y por mi parte añado:
“Uno es lo que ama, no lo que lo aman”.
En Ágreda aprendí a crecer, a amar y a maravillarme del mundo. Por eso puedo decir, con orgullo y sin dudarlo, que soy agredeño…; como lo son mi mujer, María José, que viene por Ágreda desde hace más de 45 años, y mi hija, Ada, que no puede estar hoy aquí porque, al ser tan atrevida como yo, se presenta a las oposiciones de Secundaria.
Quiero comenzar hablándoos de algunas vivencias que espero resuenen con las vuestras, seguramente más importantes que las mías. Porque en este pueblo y en este paisaje todos nos reconocemos en lo vivido.
Dejadme que os hable de mis abuelos, Francisco Beamonte, de Vozmediano, y Esperanza Lejárraga Royo, de aquí. Eran tiempos duros, a finales de los años veinte del siglo pasado, y tuvieron que superar muchas dificultades incluso antes de poder casarse.
Mi madre fue bautizada en 1932 en la iglesia de San Miguel con el nombre de María de los Milagros. Desde aquí le mando un beso a mi pelirroja favorita. Su espíritu sigue siendo fuerte, aunque le toca batallar con la edad.
Los tiempos empujaban, y mis abuelos, ya con dos hijas, se trasladaron a Zaragoza. Mi abuelo dejó su trabajo en la carretería para trabajar en Ágreda Automóvil. Siempre que podían, regresaban a Ágreda, a casa de las Agripinas: Agripina y Socorro Royo, tías de mi abuela..., dos sastras que vivían al final de la calle de los Zapateros, junto al Mercadal. Por cierto, ellas fueron las creadoras de la tradición de los diablillos de San Miguel.
Corría el año 59, el año en que nací. Apenas con dos meses de vida, pasé mi primer verano aquí. A los tres años, la tía Socorro me hizo un traje de monaguillo para el día de la Asunción. Es uno de mis primeros recuerdos.
Y a los cinco, cuando Socorro murió, mis abuelos se mudaron a las llamadas Casas Baratas.
Allí, en aquella —para muchos— mítica calle del Medio del Barrio Alegría, puedo decir que empiezo a entender y a dar valor a mis recuerdos. Porque esa calle se convirtió en un reino legendario para más de treinta chavales y chavalas jugando al azul del día, sobre tierra mojada o bajo las estrellas. Niños y niñas de Ágreda, Zaragoza, Soria, Madrid, Logroño, San Sebastián, Canarias… Gente que volvía a sus raíces o que descubría Ágreda como refugio y paraíso. Los veraneantes y los de aquí, conforme crecíamos, ampliábamos las fronteras de ese reino: hasta el silo jugando al front tenis, hasta la Dehesa, el pueblo, o los montes de alrededor y, por supuesto, hasta el Moncayo.
Aumentaba nuestra sabiduría —porque sabíamos jugar libres y soñadores—. De esa forma, crecer nos conviertía en peregrinos de los sueños de infancia.
Ya lo dijo el hijo de la Virgen de los Milagros:
“Si no os hacéis como niños, no entraréis en…” ese reino tan especial.
En aquellos años 60 y 70, corríamos aventuras junto a Tarzán, el Capitán Trueno, el Jabato o la Patrulla X. Y cabalgábamos en nuestras bicis hacia horizontes lejanos. Soñábamos, viviendo aventuras.
Aquellas noches de verano aprendí a contar historias. Primero porque mi padre y mi abuelo me contaban otras, y yo escuchaba. Después, porque leía libros de aventuras, tebeos o veía películas que luego trasladaba a los juegos de la calle.
Crecíamos y nos enamorábamos con ese dulce sabor del primer amor. Los fríos de finales de agosto anunciaban las despedidas… hasta el próximo verano.
En septiembre, retornaba a Zaragoza.
Mientras intentaba entender el complemento directo o las raíces cuadradas en un colegio lúgubre —con ausencia de buena pedagogía—, me esforzaba en aprobar el curso solo para ser libre durante los veranos de Ágreda, donde me esperaban los amigos y amigas de la calle del Medio.
Fue entonces cuando me di cuenta de que era posible otra forma de educar, sobre todo más alegre. Porque os aseguro que es educado ser alegre.
Y, tras mis estudios universitarios, fui profesor de Física, Química, Informática… y hasta de cine. Porque convencí a mis alumnos y alumnas para que reflexionaran —la mejor forma de aprender— realizando películas con valores educativos, saludables o científicos. Cuando me encuentro con alguno de ellos lo recuerdan con agrado.
Sí, aquí aprendí a contar historias, y descubrí que cada rincón de esta villa cuenta unas cuantas.
El arco califal, la puerta del Agua, los torreones, la muralla, las iglesias de la Peña, San Miguel, San Juan, Yanguas, Magaña y Los Milagros…, el convento de la Concepción, el palacio de los Castejón con su jardín, las huertas árabes…, rincones que hoy brillan como señas de identidad de Ágreda. Porque los agredeños y agredeñas han querido que su historia, su arte y también su espiritualidad formen parte viva de sus raíces. Está en nuestras manos seguir cuidando este Patrimonio, para que los que vengan detrás se sientan orgullosos de su herencia… y también, para que no nos olviden.
Y luego está él: el Moncayo…, ese gigante observado por celtíberos, romanos y árabes…, y por la Venerable Sor María de Jesús desde su convento. montaña que en mis novelas es testigo de vidas y muertes, de secretos que el cierzo se lleva… y devuelve convertidos en leyenda.
Para mí, esta montaña es una puerta a universos interiores, donde buscamos sentido a nuestra vida.
Suelo recorrer sus senderos y sus bosques con esos amigos de Ágreda con los que comparto caminos y emociones.
El Moncayo también es testigo de algo más profundo: la fragilidad humana.
Hoy, mientras guerras que nos parecen lejanas rompen el mundo, esta montaña sigue en pie, recordándonos que la paz depende de todos nosotros.
Y que todos, con cualquier fe que profesemos, como los peregrinos que estos días acuden aquí, o como quienes simplemente buscan sentido en lo humano, tenemos el deber de construir esa paz.
Paso a paso. Ladrillo a ladrillo.
Desde nuestra humanidad.
Hace dos mil años lo dijo el hijo del carpintero y de la Virgen de los Milagros:
“Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios”.
Hoy tenemos una Declaración Universal de los Derechos Humanos que nos señala un camino ordenado de renovadas bienaventuranzas, donde cada derecho es un milagro posible…
Lo dicho: los milagros (de la Virgen) no se hacen, se tejen. Hilo a hilo, trama a trama. Y en cada nudo de ese tejido… un agredeño o una agredeña…, un ser humano.
Por eso, mientras nos preparamos para estas fiestas, quiero recordar por un momento a los que no tienen nada que celebrar.
Por los que huyen de las bombas, por los que lloran en hospitales, por los que ven cómo la vida se les escapa entre las grietas del olvido.
Desde Ágreda, tierra de fronteras, villa de las tres culturas, podemos ofrecer un minuto, no de silencio, sino de luz. Con la luz de nuestros corazones encendidas. (Encendamos la luz de nuestros móviles).
Por ellos. Por nosotros. Y por los que ya no están aquí entre nosotros y tanto nos enseñaron…, porque nos amaron.
Hagamos que estas fiestas sean una celebración de ese pequeño gran milagro de la vida y de la existencia.
Sigamos tejiendo milagros: como el del reencuentro en estas calles, el de las celebraciones, los bailes, el milagro del tiempo compartido en las reuniones familiares, el de la procesión, el Rosario de Cristal o la acogida a los peregrinos de los 17 pueblos del Patronazgo y de los que vienen de la Rioja, Navarra o Aragón…
Compartir este tiempo de fiesta es compartir vida.
Vamos terminando… (Apagando móviles).
¡Abuelos y abuelas, bailad con vuestros nietos y nietas!
Como mi abuela bailaba conmigo. Dejadles bellos y buenos recuerdos, tan necesarios para crecer no solo en edad, sino también en sabiduría, para que puedan tejer ese futuro que nos espera, con grandes retos que, como seres humanos, pueden ser oportunidades que afrontar, como el abandono rural, la amenaza del cambio climático o la negación de verdades consolidadas por el humanismo y la ciencia.
Como profesor, me atrevo a decir que su educación es ahora lo más importante: no solo para que aprendan a valorar sus raíces…, sino para que sepan amar.
Ágreda, en estos días, puede ser eso, un lugar donde el tiempo —como en mi novela— se vuelva azul…, donde el pasado y el presente se mezclen para disponer de un futuro en el que nosotros, nuestros hijos o nuestros nietos podamos seguir gozando de esos milagros cotidianos.
Hagamos que el tiempo vivido aquí, estos días, se transforme en memoria. Esforcémonos en crear buenos recuerdos, por los que están, por los que se fueron y por los que vienen a encontrar su corazón aquí.
Por Ágreda, que nos enseña que, incluso en tiempos rotos, el cierzo sigue limpiando el cielo. Así que… ¡¡declaremos abiertas estas fiestas!!
¡Que empiece el milagro!
¡¡Viva Ágreda!!
¡¡Viva la Virgen de los Milagros!!
Ignacio Cólera Beamonte